Antes de comenzar con la travesía germana, cabe mencionar
algunos datos romanos que se me pasaron por alto.
Hubo una visita de la cual no hay fotos porque sencillamente
no estaban permitidas. Fuimos a Appia
Antica a visitar las catacumbas. Fue interesante sumergirse en este llamativo
culto a la muerte. Pudimos visitar únicamente el
de San Sebastián, quien fue condenado a muerte por ser cristiano, en un momento
de la historia donde esta religión aun no era hegemónica.
Otro dato interesante, pero no menor, fue la desilusión con
la pizza. Extremadamente finita, poca salsa, insulsa y vacía. Nada que envidiar
a las nuestras.
Ahora sí. Llegamos a nuestro nuevo destino en Charlottenburg,
Berlín. La noche allí nos recibió fría y lluviosa. La nota de color de donde
nos hospedamos es que su propietario, quien muy amable que nos ayudó a movilizarnos
con los medios de transporte de allí, tenía una devoción genial por los gatos, y
como no podía ser de otra manera, convivía con una hermosura gorda a la cual
decidimos rebautizar como Miguel (Andy, su humano, nos había dicho su nombre,
pero se nos olvidó). Desayunamos junto a él varias veces mientras él alimentaba
su ser con un platón repleto de atún.
Sus enormes edificios modernistas, sus trenes e incluso
colectivos parecían literalmente de otro mundo. Una ciudad pulcra por donde se
la mire y ordenada en cada milímetro de su espacio. Nos topamos con Berlineses
un tanto toscos, que manifestaban hablar solo alemán o manejar un inglés casi
inentendible y era percibible lo molesto que les resultaba intentar comunicarse
o hacerse entender. Lo que lamentábamos era lo temprano que para esa ciudad
finalizaba la noche. Buscar lugar donde cenar podía ser una verdadera odisea. Y
cuando me refiero al orden y estructura de esta ciudad, es probable confundirse
con facilidad. ¿Para tanto? Y bueno, les cuento que una noche intentamos
ingresar al EDIFICIO EQUIVOCADO. Se parecen mucho, che…
Nuestra primera visita fue al Palacio Charlottenburg, ya que
estábamos a unas pocas cuadras. El clima era frio, pero el sol siempre a
nuestro favor, lograba amortiguar el viento helado que nos golpeaba de frente.
El Palacio en cuestión cuenta con enormes salas donde el lujo sobresale por
cada esquina. Es un castillo del año 1600 aproximadamente que tuvo que ser en
gran medida restaurado después de la Segunda Guerra. El mismo cuenta con un bellísimo
jardín real, donde nuevamente, el mate hubiese sido una compañía excelente.
Ya era hora de comer y emprendimos búsqueda de un lugar rico
y barato. Casualidades de la vida o no,
ingresamos a un lugar prácticamente vacío donde sonaba de fondo una tarantela.
Italia no nos quería soltar así que nos topamos con un veneciano muy amable que
hablaba español. Un verdadero alivio ya que la mayoría de los alemanes no se
caracterizan por su buena predisposición por ayudarse a entender con nosotras.
Lo que siguió fue la Columna de la Victoria. Uno de los
lugares más representativos de la capital alemana. Situada en el centro de la
ciudad y conocida como Siegessäule en alemán, es una columna de 69 metros de
altura que se alza sobre una rotonda del parque Tiergarten. Les puedo asegurar
que un puestito de agua mineral abajo sería un negocio ideal. Subir esos metros
nos dejaron exhaustas.
Al día siguiente hicimos una visita, para nosotras,
obligada. Hablo del campo de concentración Sachsenhausen. Después de un largo
viaje, el clima nublado y lluvioso nos acompañó durante toda esta fuerte
experiencia. Con la ayuda de un audioguía, el camino lo iba marcando uno mismo.
Nos tomó prácticamente todo el día recorrerlo. Monumentos, placas, exposición
de ropas de la época, videos que transmitían la ideología imperante en ese
momento. El campo no habla solamente de un régimen completamente macabro, sino también
de la complicidad de una sociedad que hacía oídos sordos a lo que estaba
ocurriendo.
Explotados laboralmente, denigrados, humillados, torturados
y fusilados, hoy se reconocen aproximadamente más de 30 mil muertes en ese lugar. Hacer la visita con un audioguia por
momentos resultaba inaudito escuchar a través de la grabación de una maquina
brindar datos, números, testimonios con cierta frialdad que por momentos me
generaba rechazo.
En 1945, las tropas soviéticas liberaron a los
supervivientes del campo. Los testimonios acerca de ese momento hacían erizar
la piel. El horror en primera persona.
Nuestro último día en esta fría ciudad prometía a ser
bastante movida, ya que aún nos quedaban varios pendientes en la lista. Entre
ellos, el muro. Tv Tower, fue nuestro punto de partida. Es un edificio
modernista muy llamativo que ofrece una vista panorámica de la ciudad increíble.
Desde allí, Alexanderplatz, emprendimos viaje a East Side Gallery. El frio
golpeaba en nuestras caras más que otros días pero eso no nos detuvo. Más de
cien murales que gritaban a través de sus imágenes la fuerza y esperanza al
finalizar la Guerra Fría.
Continuamos pateando hasta llegar al Reichstag, edificio emblemático
y la puerta de Brandemburgo. El cansancio iba pasando factura de a poco pero estábamos
ávidas de contemplar con nuestros ojos el lugar donde las tropas de la SS
desfilaron la tarde del ascenso de Hitler al poder. A pocos metros llegamos al
monumento del Holocausto. Un enorme
patio con bloques de cemento, que simulan una especie de cementerio. Es posible
perderse entre esta imponente obra. Decidimos
descansar un poco ahí y saldar una deuda pendiente que vimos la primera noche
que llegamos.
Zur Mieze Katzenmusik Café fue el lugar elegido para nuestra
merienda. Aunque merendar no era lo que precisamente nos llamaba el lugar. El
lugar pertenece a seis adorables gatitos, los cuales cuentan con sus salas de
dormir, juegos, e incluso música suave de piano que ayuda a transmitir mucha
paz al espacio. En la carta para pedir, se encuentran fotos de los felinos con
una breve descripción de su vida; donde fueron encontrados y características de
su personalidad. Había algunos más sociables que otros, bastante gordos todos y
era casi inevitable quitar la vista a donde ellos se encontraban.
La sorpresa de la noche fue el menú de nuestra última cena
en Berlín. Improvisamos algo al paso así que compramos una pizza para llevar y
una birra que nos llamó la atención. La mejor decisión tomada sin
lugar a dudas. Ambas, a mi gusto, encabezan el podio. La pizza, de vegetales, y
la cerveza de limón, fueron una combinación perfecta. De esta forma terminamos
de armar las valijas y a dormir, porque al día siguiente nos esperaba
Barcelona.
Lo mejor de nuestra visita fue la visita al Campo Sachsenhausen.
La comida típica, algunas salchichas, chucrut y unos curiosos panchos con
picante, fueron algunas
muy buenas opciones tomadas. No obstante, no llegaría a compararse a las pastas
Italianas. Mi corazón había quedado en Roma y Berlín no llegó a conquistarlo.
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